viernes, 19 de diciembre de 2008

FIEBRE AMARILLA en el CORAZÓN

Mi experiencia como sacerdote misionero en el Perú,
junto a los enfermos de
fiebre amarilla en la selva.

Regresaba de visitar comunidades adentro en la selva.
A mi paso por el poblado de la punta de la carretera, tuve la peregrina idea de pasar por la posta que urgidos por la epidemia de FIEBRE AMARILLA, luego de muchos esfuerzos, habíamos logrado habilitar y conseguirle un médico junto a una enfermera.

En tres cuartitos, tres camas, camillas ... seis enfermos, y sus familiares apretujándose junto a ellos, para bañarles con caña-caña en un esfuerzo casero por bajar la fiebre, además de alguna medicina posible.

Uno de los enfermos, niño de 12 años, venido del altiplano para reunir dinero en la cosecha del café, y poder seguir estudiando, está solo, sin familiares ni conocidos. "Padre, báñame tú..." me suplica con voz afiebrada, traspasada de esperanza y fe.

Un texto leído pocos días antes sobre los servicios pedidos a los religiosos decía: "reflejando la misericordia del Señor y de la Iglesia para con los enfermos, sobre todo los más pobres y abandonados, dejando a otros las tareas administrativas, para servir directamente a los enfermos…", transformó la súplica en orden del Señor desde él para mí.

Confiando en la eficacia de la vacuna que a mí me administraron por prevención se sucedieron días de sol y noches sin luna, acompañando a los familiares, al doctor y la enfermera, celebrando la sanación de alguno y la partida a la Casa del Padre de los otros.

Compartiendo sobre todo la angustia de quienes necesitando de urgencia una transfusión de sangre, recibían de su propio pueblo una respuesta indiferente, o la negativa propia de su cultura esclava, a donar "alguito de la vida que Dios nos regaló".

Una tarde, mientras refrescaba su cuerpo con paños empapados en agua, inclinado sobre su cuerpo, él se fijó en mi cabeza bastante desprovista ya de cabello, y me preguntó: “padre, ¿por qué tienes la cabeza calata?”. Como en muchas ocasiones de mi vida, sin hallar qué responder, atiné sólo a comentar: “Hay otros que también tienen la cabeza calata, y disimulan peinándose hacia el lado, como un parrón”

Fue ese el momento en que el joven médico enviado desde el altiplano, entró en el cuarto y sin tapujos y en voz alta me dijo: “padre, o conseguimos algo de sangre para este chico, o se nos va pronto”.

No pude sino mirar a los ojos de mi niño muriendo, y fortalecido en mi fe, le dije: “A ti el Señor te escucha… yo voy a ir a buscar la sangre que necesitas para vivir… tú oras por mi a Jesús” Y salí.

Dos días antes, me había atrevido a levantar mi voz suplicando por donantes de sangre en una asamblea de los cafetaleros reunidos en la Punta de Carretera. Ingenuamente olvidé que yo era extranjero, y por lo tanto con el peso de ser uno de los ‘carisiri’, que por siglos les habían chupado la sangre en los trabajos forzados en las minas de oro y plata. La respuesta fue por tanto nula.
Al salir de la choza-posta me detuve un momento con un animador viniendo desde adentro de la selva; pero no pude dejar de esbozar una leve sonrisa al ver pasar un extraño peinado con un parrón. Quiso Dios que él lo percibiera, y me espetó una pregunta: ¿por qué se ríe?. Descubierto, debí confesarme contándole mi reciente diálogo con el niño muriendo.

¿Cómo se llama?, preguntó. <> “Edgardo”, le respondí.
“Yo también, ¿y qué grupo de sangre tiene?” <> “Dos positivo…”
“Yo también … pero tiene que ser rápido porque el camión que sube ya está por partir...”
Corrí a buscar a la enfermera que había ido a almorzar algo en uno de los puestos de la calle, y nos organizamos para en secreto ir yo a comprar fruta y preparar un jugo abundante, mientras ella le sacaba la sangre de la vida para nuestro niño.

Pasada la medianoche, el doctor, la enfermera y yo hicimos a la luz de una velita la transfusión tan esperada, y en un hoyo en el patio enterramos ocultando la sangre del niño.
El milagro ya se había producido. Jesús había escuchado la oración de Edgardo… y el resto se completó, al amanecer de un nuevo día, en una nueva vida … gracias a Quien supo dar su Vida para que otros tuviésemos Vida.

No pude dejar de reconocer en el donante voluntario al mismo Jesús en su Cruz, regalándonos su vida y su perdón, y enseñándonos como Él a confiar en Su Padre, desde quien todo es posible, cuando le solicitamos su ayuda con corazón de niño.

Sintiendo el llamado de mis hermanos de comunidad religiosa y de la parroquia, esperándome en otro pueblo cercano, días después continué mi camino.

Desde el canto del camino, una voz: "padre, tú me sanaste".

Mi alegría se entrecruzó con mil sentimientos de agradecimiento al Dios de lo imposible.

Y continué mi camino, meditando lo leído con los ojos y vivido con fiebre amarilla en el corazón.

3 comentarios:

Gabriel Bunster dijo...

Que historias Miguel; con que entrega ese niño vive su drama y como la situación te moviliza y con la ayuda de los angelitos logras salvar la vida de ese niño.
Sigue por favor contando tus vivencias, que están llenas de vida.
Un afectuoso saludo

Anónimo dijo...

Disfruté mucho leyendo su experiencia de vida con los enfermos; hay tanto que hacer en este mundo y usted lo sabe; gracias por su aporte.

Andrea Izquierdo

Roberto Riveros c. dijo...

leer tu lineas es como tener esperanza por los hombres, gracias