LA FIESTA de la SANTÍSIMA TRINIDAD
en el contexto de una semana futbolizada.
Con el respeto correspondiente, me atrevo a usar una especie de parábola, que permita a algunos acercarnos al misterio de la Santísima Trinidad, desde una experiencia tan humana como la que vivimos en estos días de triunfos nacionales inesperados en las canchas de futbol en Paraguay, Toulón y Chile.
Lo primero sería tener ante nuestros ojos la imagen de esas ‘reinas de la primavera’, que invitadas a un encuentro de futbol oficial, bajan a la cancha a dar ‘el puntapié inicial’, luego suben al ‘palco oficial’ y miran desde arriba el partido – cuando no se entretienen conversando de otras cosas que le son más interesantes - para volver a bajar a la cancha con el pitazo final a ‘entregar el premio’ al equipo triunfante y ‘medallas’ a los jugadores destacados.
Si bien esa fue la imagen que marcó nuestra enseñanza tradicional respecto a Dios: ‘creador’, ‘observador distante desde el alto cielo’ y ‘juez final premiador y castigador’…, claramente no es la imagen que corresponde al Dios que con su vida y palabra nos reveló Jesús.
Jesús nos da a conocer que Dios no es un ser solitario, amargo distraído y lejano; sino todo lo contrario, es un Dios Familia, conformada por 3 personas con personalidad y misiones propias, pero tan unidas que son un solo Dios.
En el contexto de esta semana en que los ojos de la mayoría de los chilenos han estado fijos en una cancha de fútbol y sus actores, ¿cómo podríamos acercarnos a comprender en alguna medida este ‘misterio' de la Santísima Trinidad?
Antes de iniciar el partido, en los camarines y al borde de la cancha, podemos ver a un ‘entrenador’ que da vida al equipo. Es él el que decide las contrataciones y quienes lo conforman en la cancha y en la banca de reservas, el que decide la estrategia a seguir para ganar el partido, y el que encima de la cancha sigue a los jugadores, los instruye, les llama la atención, determina los cambios necesarios y los cuida cuando los ve agotados o lesionados.
Y, lo que se nota especialmente cuando son ‘jóvenes de la sub21’, les quiere y cuida dentro y fuera de la cancha como si fueran sus propios hijos.
Pero este ‘entrenador’ que no puede entrar a la cancha, ni menos meterse a jugar en ella, envía a ella a su ‘hijo’ para que lo haga presente en la cancha misma, dirigiendo a los demás jugadores en terreno, obediente fiel a sus instrucciones. Es el que lleva la presilla del ‘Capitán del Equipo’, el que dirige a sus compañeros según las instrucciones recibidas del ‘entrenador al borde de la cancha’ y el que en nombre de sus compañeros aboga por ellos ante el juez del partido.
Pero no basta que el ‘entrenador’ sea excelente. Ni que los jugadores estén bien alimentados, tácticamente enseñados, y con ganas de triunfar ante los espectadores. Ni que el ‘capitán’ cumpla a la perfección su misión. Es imprescindible para ganar el partido, algo más radical: que estén afiatados como equipo, más aún ‘hermanados’ bajo una misma camiseta, y esta camiseta puesta ‘en el corazón’. Sin ‘unidad’ y ‘ánimo’ sostenido hasta el pitazo final y aún más allá, no se gana el partido. Es fundamental desde los camarines y en la cancha tener ‘una sola alma, un solo corazón’.
Para ganar el partido del REINO, para restablecer el Reinado de Dios en nuestra cancha del mundo, para restaurar la Justicia, la Paz y la Fraternidad en nuestra tierra
tenemos un solo ‘entrenador-Padre’, un ‘capitán-Hermano’
y una sola ‘fortaleza-Espíritu’.
Es un Dios Padre que no observa indiferente desde el cielo la cancha en donde nosotros jugamos nuestro partido por la vida, dispuesto sólo a acercarse a nosotros al fin del mundo para premiar o castigar.
Es un Padre cercano, preocupado y ‘ocupado’ permanentemente de nuestro juego y de los que nos pueda pasar personalmente a cada uno de sus jugadores-hijos en la cancha en que nos ha convocado a jugar Su partido.
Es un Dios Hijo, enviado por Su Padre, que entrando en nuestra cancha, poniéndose la camiseta, nos coordina y guía, nos defiende ante el castigo, se involucra en nuestra vida y nos involucra en su misión. Juega con nosotros el partido, y cuenta con nosotros para defender y ganar. Necesita de cada uno para recibir sus pases y jugar en equipo entre todos.
Es un Dios Espíritu Santo, que desde el camarín nos une y anima, y en la cancha nos fortalece cuando los problemas del partido y el cansancio de los minutos nos empujan a dejar de jugar como equipo y a abandonar la misión encomendada.
Alguien podría argumentar que entonces lo único que importa es estar en la cancha y jugárselas para ganar, restableciendo la justicia y la fraternidad, reconstruyendo el mundo de hermanos ideado por el Creador. ¿Para qué perder tiempo en la iglesia o en la casa?
Miopes seríamos si pretendiéramos jugar sin pasar antes por el camarín para ponernos el equipo adecuado, y escuchar las instrucciones finales del entrenador.
Sin el entretiempo necesario para revisar y mejorar el cómo estamos jugando, y para ingerir una vitamina y la bebida refrescante, y reforzar el espíritu que nos congrega bajo una misma camiseta.
Sin las horas de entrenamiento y aprendizaje teórico-práctico, previas a cada salida a la cancha.
Tal vez sea el motivo por el cual tenemos tantos cristianos que juegan sin coraje, no saben jugar en equipo, o abandonan la cancha desanimados antes de terminar el partido.
Y esto está muy lejos del encerrarse en la ‘sacristía’;
es participar activamente en la ‘iglesia-comunidad’ que no podrá nunca ser reconocida como cristiana, con la camiseta de Cristo, si no sale cada día a la cancha a jugárselas por el Reino de Dios, como
“misioneros con Cristo en la vida del pueblo.”
Parroquia San Pedro y San Pablo
Zona Sur – Santiago
lunes, 6 de julio de 2009
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